Me llamo David y tengo 21 años. No tuve una infancia bonita ni recibí amor. Mi padre bebía, y lo primero que hacía al llegar a la casa era buscar a mi madre para golpearla. Ella a veces salía huyendo y lograba escapar, pero otras veces él la alcanzaba. Ella no lo dejaba por miedo a que la matara a ella o a nosotros.
Yo me llenaba de coraje, quería defenderla, pero no podía, y lloraba con odio al pensar que mi madre no iba a vivir para verme crecer, de tanto maltrato que recibía. Cuando cumplí los doce años, yo y mi hermano mayor tomamos valor y golpeamos a mi padre cuando iba a atacarla, pero después él se metía al cuarto y a escondidas de nosotros la seguía golpeando.
A los trece años, ese odio que andaba dentro me empujó a las calles, a fumar marihuana, cigarrillos y a tomar licor. Me metí en la pandilla de mi barrio y peleábamos con machetes, piedras, pistolas hechizas y escopetas, fusiles AK y pistolas 38. En esos pleitos herimos a muchos y también nos hirieron. Yo perdí a tres amigos en esos enfrentamientos.
A los quince años empecé a robar en los buses, en las calles y en las casas. Un amigo nos conseguía uniformes de policía y nos íbamos a robar a las colonias residenciales. Siempre lográbamos huir a tiempo y por eso no caíamos detenidos.
Yo empecé a cambiar cuando el promotor del Ceprev en mi barrio me presentó a la administradora de esa organización que me trató como la madre que hubiera querido tener, porque la mía por miedo a mi padre nunca nos dio amor.
Ella nos contó su vida y nos aconsejó. Luego participé en los talleres del Ceprev y ahí aprendí que se puede sacar el odio del corazón sin ser violento.
Hasta ese momento yo quería matar a mi padre, hacerlo sufrir como él había hecho sufrir a mi madre, pero me aconsejaban que hablara con él, que tratara de hacerle ver el daño que nos hacía. Me costó mucho, las primeras veces él me rechazaba y me amenazaba, pero después hice un dibujo de una familia unida y le dije llorando que por qué no podíamos vivir así, entonces él se puso a llorar conmigo, y me dijo que su padre también tomaba, que también le dio maltrato a su madre y que ahora el licor lo tenía destruido.
Desde esa vez, él dejó de tomar como antes, llegaba tranquilo a la casa y ya no golpeaba a mi mamá. Mi madre también cambió, y no le permitía que le gritara. Le dijo que él no la humillaría más, y que si lo volvía a hacer se fuera de la casa.
Yo me salí de las pandillas y decidí cambiar mi vida. Lo más alegre de mi cambio fue la beca que me dieron para un curso de manejo. Yo pensaba: “Ya no voy a ser el mismo, parado en una esquina, esperando que pase alguien para robarle, voy a ser una persona de bien”. Ahora que terminé el curso, ando sacando mis papeles para buscar trabajo como conductor. Ahora nuestra familia está unida, mi mamá tiene su ventecita, mi papá ayuda con su trabajo de albañil y eso es lo que yo siempre soñé ver.
Cuando sonrío y estoy alegre pienso en las muchachas del Ceprev, el amor que ellas me dieron no lo voy a desperdiciar, porque ellas me ayudaron a dejar atrás el pasado. Ya no consumo ninguna droga ni alcohol, ni siquiera fumo. En mi barrio todo se ha calmado, todo ha cambiado. Antes uno no podía irse a la calle porque ya empezaban los enfrentamientos, ahora salimos tranquilos de nuestras casas, la gente nos mira de otra manera.
Antes decían: “Ahí viene el vago ese o el ladrón”. En cambio, ahora me saludan y me miran con confianza.
Cuando miro hacia atrás me quedo asustado de mi cambio, antes solo pensaba en cosas malas, y ahora soy una persona amable, llego a mi casa, abrazo a mi mamá y a mis hermanos, les digo a los vecinos: “Buenos días, ¿cómo amanecieron?”. Ni yo me lo creo que soy esta nueva persona, me siento con una fuerza de salir adelante y de ayudar a otros jóvenes que son ahora como antes era yo.
Mónica Zalaquett
Directora Ejecutiva del CEPREV
(La autora recoge testimonios de personas atendidas por el Ceprev que desean compartir sus experiencias de cambio.)
Publicado en la sección de Opinión del Nuevo Diario, Nicaragua el domingo 31 de agosto de 2014.
Yo me llenaba de coraje, quería defenderla, pero no podía, y lloraba con odio al pensar que mi madre no iba a vivir para verme crecer, de tanto maltrato que recibía. Cuando cumplí los doce años, yo y mi hermano mayor tomamos valor y golpeamos a mi padre cuando iba a atacarla, pero después él se metía al cuarto y a escondidas de nosotros la seguía golpeando.
A los trece años, ese odio que andaba dentro me empujó a las calles, a fumar marihuana, cigarrillos y a tomar licor. Me metí en la pandilla de mi barrio y peleábamos con machetes, piedras, pistolas hechizas y escopetas, fusiles AK y pistolas 38. En esos pleitos herimos a muchos y también nos hirieron. Yo perdí a tres amigos en esos enfrentamientos.
A los quince años empecé a robar en los buses, en las calles y en las casas. Un amigo nos conseguía uniformes de policía y nos íbamos a robar a las colonias residenciales. Siempre lográbamos huir a tiempo y por eso no caíamos detenidos.
Yo empecé a cambiar cuando el promotor del Ceprev en mi barrio me presentó a la administradora de esa organización que me trató como la madre que hubiera querido tener, porque la mía por miedo a mi padre nunca nos dio amor.
Ella nos contó su vida y nos aconsejó. Luego participé en los talleres del Ceprev y ahí aprendí que se puede sacar el odio del corazón sin ser violento.
Hasta ese momento yo quería matar a mi padre, hacerlo sufrir como él había hecho sufrir a mi madre, pero me aconsejaban que hablara con él, que tratara de hacerle ver el daño que nos hacía. Me costó mucho, las primeras veces él me rechazaba y me amenazaba, pero después hice un dibujo de una familia unida y le dije llorando que por qué no podíamos vivir así, entonces él se puso a llorar conmigo, y me dijo que su padre también tomaba, que también le dio maltrato a su madre y que ahora el licor lo tenía destruido.
Desde esa vez, él dejó de tomar como antes, llegaba tranquilo a la casa y ya no golpeaba a mi mamá. Mi madre también cambió, y no le permitía que le gritara. Le dijo que él no la humillaría más, y que si lo volvía a hacer se fuera de la casa.
Yo me salí de las pandillas y decidí cambiar mi vida. Lo más alegre de mi cambio fue la beca que me dieron para un curso de manejo. Yo pensaba: “Ya no voy a ser el mismo, parado en una esquina, esperando que pase alguien para robarle, voy a ser una persona de bien”. Ahora que terminé el curso, ando sacando mis papeles para buscar trabajo como conductor. Ahora nuestra familia está unida, mi mamá tiene su ventecita, mi papá ayuda con su trabajo de albañil y eso es lo que yo siempre soñé ver.
Cuando sonrío y estoy alegre pienso en las muchachas del Ceprev, el amor que ellas me dieron no lo voy a desperdiciar, porque ellas me ayudaron a dejar atrás el pasado. Ya no consumo ninguna droga ni alcohol, ni siquiera fumo. En mi barrio todo se ha calmado, todo ha cambiado. Antes uno no podía irse a la calle porque ya empezaban los enfrentamientos, ahora salimos tranquilos de nuestras casas, la gente nos mira de otra manera.
Antes decían: “Ahí viene el vago ese o el ladrón”. En cambio, ahora me saludan y me miran con confianza.
Cuando miro hacia atrás me quedo asustado de mi cambio, antes solo pensaba en cosas malas, y ahora soy una persona amable, llego a mi casa, abrazo a mi mamá y a mis hermanos, les digo a los vecinos: “Buenos días, ¿cómo amanecieron?”. Ni yo me lo creo que soy esta nueva persona, me siento con una fuerza de salir adelante y de ayudar a otros jóvenes que son ahora como antes era yo.
Mónica Zalaquett
Directora Ejecutiva del CEPREV
(La autora recoge testimonios de personas atendidas por el Ceprev que desean compartir sus experiencias de cambio.)
Publicado en la sección de Opinión del Nuevo Diario, Nicaragua el domingo 31 de agosto de 2014.