Me llamo Humberto y tengo 28 años. Yo crecí con mi madre, mi padre y mis abuelos. En mi casa no había violencia, ni vicios y ellos trabajaban todo el día para darnos comodidades. Cuando tenía 11 años mi papá cayó preso y le dieron tres años en la cárcel por estafa. Eso fue para mí un gran choque emocional. Me dolió su alejamiento y mi conducta cambió, empecé a portarme violento, a no permitir que nadie me ofendiera o me hablara mal por lo que le había pasado a él.
A los 14 años mi papá salió de la cárcel, abandonó a mi mamá y se juntó con otra mujer. Para entonces yo consumía licor y cigarrillos con otros chavalos de mi barrio, pero eso me hizo sentir más vacío y enojado con él. Entonces me dediqué a consumir piedra, marihuana, a robar en la casa o a participar en asaltos con una pandilla en el vecindario.
Luego empezaron los enfrentamientos con otras pandillas, en los que usábamos machetes y pistolas Makarov o 9 milímetros. En esos enfrentamientos fui herido dos veces, una a los 16 años por un impacto de bala 38, y la otra a los 18 años, macheteado en el cuello y las manos. La primera vez la bala cortó una de mis arterias y estuve dos meses en el hospital, mi madre lloraba desesperada porque me daban horas de vida, pero sobreviví. A pesar de eso seguí en lo mismo hasta que me machetearon y estuve otro mes en el hospital. Luego me dediqué tanto a las drogas, que terminé durmiendo en las calles y mi mamá sentía que se le acababan las esperanzas conmigo.
En esa época el Ceprev llegaba a mi barrio, pero yo me hacía el loco y no quería asistir. A los 20 años, un 24 de diciembre, mi madre me permitió entrar a la casa a bañarme y comer. Después de la medianoche probé licor y cuando mi madre y mi abuela oraban en el cuarto yo aproveché para robarme el equipo de sonido y escapar. Al día siguiente estaba en el parque, sintiéndome culpable por lo que había hecho y desesperado porque no podía dejar las drogas, cuando pasó un amigo que caminaba conmigo en las pandillas, bien arreglado y perfumado. Me invitó a participar en las sesiones de los alcohólicos anónimos y me gustó. Comencé a ir a las reuniones y dejé las drogas, pero siempre mantuve mi conducta violenta.
Entonces decidí aceptar la ayuda del Ceprev. Fui a los talleres y allí aprendí que era importante para mí perdonar a mi padre. Lo fui a buscar y él habló conmigo, me pidió perdón y me contó que había sido adicto al licor y a los juegos de azar, y que por eso había estafado. Yo lo perdoné y sentí que me había quitado el peso de una mochila llena de hierro de encima.
También hablé con mi madre y le pedí perdón por todo lo que la había hecho sufrir. Ella me dijo que el mejor regalo que le podía dar era no volver a esa vida. Yo le prometí que no volvería a caer en los vicios y que no iba a dejar ni al Ceprev ni las reuniones de los alcohólicos, y ya han transcurrido siete años y he cumplido, porque ella no me ha visto más en un hospital, en la cárcel o tirado en las calles por la droga.
En este tiempo he aprendido en el Ceprev que debemos abandonar el machismo y que no tenemos que ser los más fuertes ni defendernos a golpes. Un hombre es el que reconoce sus propios errores y trata de cambiar. Yo ahora tengo una hija de 10 años. La madre de ella me dejó porque yo andaba en el alcohol y las drogas, pero ahora siempre paso los fines de semana con ella y soy su súper héroe. Dice que su papá no tiene vicios, no toma y es inteligente. Yo la quiero mucho y ese amor me da la fuerza e inspiración para seguir adelante.
Con el Ceprev obtuve también una beca para aprender a reparar celulares y ahora me dedico a eso en el mercado Roberto Huembes. Me siento muy diferente porque trabajo para ganarme la vida en vez de andar robando. La gente del barrio que antes me detestaba y me veía como un problema para ellos, ahora me ve como una solución y me busca para que les repare sus celulares. Muchos me han felicitado por mi cambio, me dicen que siga adelante, que sea un ejemplo para los demás jóvenes y que no mire hacia atrás.
Mónica Zalaquett
Directora Ejecutiva del CEPREV
(La autora recoge testimonios de personas atendidas por el Ceprev que desean compartir sus experiencias de cambio.)
Publicado en la sección de Opinión del Nuevo Diario, Nicaragua el domingo 12 de abril de 2015.
A los 14 años mi papá salió de la cárcel, abandonó a mi mamá y se juntó con otra mujer. Para entonces yo consumía licor y cigarrillos con otros chavalos de mi barrio, pero eso me hizo sentir más vacío y enojado con él. Entonces me dediqué a consumir piedra, marihuana, a robar en la casa o a participar en asaltos con una pandilla en el vecindario.
Luego empezaron los enfrentamientos con otras pandillas, en los que usábamos machetes y pistolas Makarov o 9 milímetros. En esos enfrentamientos fui herido dos veces, una a los 16 años por un impacto de bala 38, y la otra a los 18 años, macheteado en el cuello y las manos. La primera vez la bala cortó una de mis arterias y estuve dos meses en el hospital, mi madre lloraba desesperada porque me daban horas de vida, pero sobreviví. A pesar de eso seguí en lo mismo hasta que me machetearon y estuve otro mes en el hospital. Luego me dediqué tanto a las drogas, que terminé durmiendo en las calles y mi mamá sentía que se le acababan las esperanzas conmigo.
En esa época el Ceprev llegaba a mi barrio, pero yo me hacía el loco y no quería asistir. A los 20 años, un 24 de diciembre, mi madre me permitió entrar a la casa a bañarme y comer. Después de la medianoche probé licor y cuando mi madre y mi abuela oraban en el cuarto yo aproveché para robarme el equipo de sonido y escapar. Al día siguiente estaba en el parque, sintiéndome culpable por lo que había hecho y desesperado porque no podía dejar las drogas, cuando pasó un amigo que caminaba conmigo en las pandillas, bien arreglado y perfumado. Me invitó a participar en las sesiones de los alcohólicos anónimos y me gustó. Comencé a ir a las reuniones y dejé las drogas, pero siempre mantuve mi conducta violenta.
Entonces decidí aceptar la ayuda del Ceprev. Fui a los talleres y allí aprendí que era importante para mí perdonar a mi padre. Lo fui a buscar y él habló conmigo, me pidió perdón y me contó que había sido adicto al licor y a los juegos de azar, y que por eso había estafado. Yo lo perdoné y sentí que me había quitado el peso de una mochila llena de hierro de encima.
También hablé con mi madre y le pedí perdón por todo lo que la había hecho sufrir. Ella me dijo que el mejor regalo que le podía dar era no volver a esa vida. Yo le prometí que no volvería a caer en los vicios y que no iba a dejar ni al Ceprev ni las reuniones de los alcohólicos, y ya han transcurrido siete años y he cumplido, porque ella no me ha visto más en un hospital, en la cárcel o tirado en las calles por la droga.
En este tiempo he aprendido en el Ceprev que debemos abandonar el machismo y que no tenemos que ser los más fuertes ni defendernos a golpes. Un hombre es el que reconoce sus propios errores y trata de cambiar. Yo ahora tengo una hija de 10 años. La madre de ella me dejó porque yo andaba en el alcohol y las drogas, pero ahora siempre paso los fines de semana con ella y soy su súper héroe. Dice que su papá no tiene vicios, no toma y es inteligente. Yo la quiero mucho y ese amor me da la fuerza e inspiración para seguir adelante.
Con el Ceprev obtuve también una beca para aprender a reparar celulares y ahora me dedico a eso en el mercado Roberto Huembes. Me siento muy diferente porque trabajo para ganarme la vida en vez de andar robando. La gente del barrio que antes me detestaba y me veía como un problema para ellos, ahora me ve como una solución y me busca para que les repare sus celulares. Muchos me han felicitado por mi cambio, me dicen que siga adelante, que sea un ejemplo para los demás jóvenes y que no mire hacia atrás.
Mónica Zalaquett
Directora Ejecutiva del CEPREV
(La autora recoge testimonios de personas atendidas por el Ceprev que desean compartir sus experiencias de cambio.)
Publicado en la sección de Opinión del Nuevo Diario, Nicaragua el domingo 12 de abril de 2015.