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“El entorno familiar donde vivimos es determinante”

31/5/2015

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“Me llamo Fanny y tengo 29 años. Crecí solo con mi mamá y mi padrastro. Como en muchas familias nicaragüenses, la ausencia del padre es algo normal y cotidiano. Desde que era adolescente yo anhelaba conocerlo y cuando al fin hace tres años pude estar con él fue decepcionante porque me saludó como si yo fuese cualquier persona, sin ninguna expresión emotiva.

Mi mamá me decía que él era adicto al alcohol y a las drogas, y su adicción se acentuó más cuando se fue a vivir a Estados Unidos. Ahora regresó y no ocupa su tiempo en nada útil, pasa en la calle con otros hombres desocupados como él, y yo solo lo saludo para su cumpleaños.

Mi madre fue la mayor de 11 hijos, mi abuelo tenía dos familias con numerosos hijos, y mi mamá asumió el rol de padre de sus hermanos.  Desde los 9 años salía a las calles a vender ropa que mi abuelita confeccionaba. Como ella no tuvo infancia, tuvo siete hijos con tres hombres diferentes y no supo darnos el cuidado y la tutela que necesitábamos.

Mi hermana mayor se fue de la casa a los 12 años, porque  la abusaba sexualmente una pareja de mi madre y después la violaron varios parientes de una amiga. A raíz de eso empezó a prostituirse desde los 13 años, después se fue a Guatemala y estando allá quedó embarazada de un jefe de una mara, y comenzó a traficar muchachas desde Nicaragua a ese país.

Yo crecí viendo todo eso y no me daba cuenta lo terrible que era. Pienso que el entorno familiar donde vivimos es determinante y que si mi madre  se hubiese ocupado de nosotros, mi hermana se hubiese salvado. Ella al fin se fue a Estados Unidos, pero a sus dos hijos adolescentes se los estoy criando desde hace dos años y los tengo estudiando en un colegio público.

También yo tuve una infancia difícil. Mi padrastro era el típico macho que tomaba, golpeaba a mi mamá y se creía el mandamás. Cuando yo tenía 13 años quiso abusar sexualmente de mí de una manera solapada. Me compró ropa interior y me pidió que me la pusiera y se la enseñara. Yo me negué, se lo dije a mi madre, y después él mantenía una constante confrontación conmigo.

En una ocasión llegaron a visitarme unas amigas, él se negó a que entraran y comenzó a golpearme con los puños cerrados. Yo gritaba, lloraba y me defendía, mientras él me pateaba junto a la cama de mi madre, pero ella no reaccionó hasta después, como indiferente a lo que me pasaba.

Fui a la Policía llorando a poner la denuncia, me tuvieron esperando mucho tiempo mientras  platicaban indiferentes y después una patrulla pasó viendo el caso, hicieron un acta en la que decía que no me tenía que golpear otra vez y se fueron. Por supuesto él me siguió golpeando y mi mamá solo me decía “Si pones otra denuncia, ¿quién me va a dar de comer?”.

Por toda esa situación me fui de la casa a los 13 años y empecé a consumir “bañado”, drogas, alcohol y cigarrillos. A los 15 años me metí a vivir con un hombre de 35, abandoné mis estudios de secretariado y continué drogándome. En una ocasión me asaltaron y apuñalearon cuando andaba comprando drogas y nadie me atendió.

Después llegó el Ceprev a visitar mi barrio. Yo estaba perdida pero quería salir de ahí de ese mundo y cuando vi llegar a las sicólogas sentí que eran como una balsa para alguien que se estaba ahogando. Asistí a varios talleres y llegó un punto en que decidí cambiar.  Comprendí que todos mis problemas habían comenzado en mi familia totalmente disfuncional pero que yo podía hacer la diferencia. Yo miraba a las sicólogas y pensaba, “me gustaría ser como ellas, porque están sanas, tienen un trabajo y ayudan a las personas”.

Me costó bastante tomar la decisión de apartarme de ese hombre y del grupo que se drogaba en el barrio pero al fin lo logré. Siguiendo el ejemplo de ellas, terminé mi secretariado, luego conseguí un trabajo como técnica en recursos laborales y finalmente estudié la carrera de sicología que culminé el año pasado. Me fui a vivir a León donde  adquirí una casita, tomé un curso de formulación de proyectos y ahora me gustaría desempeñarme como sicóloga  y ayudar a los adolescentes y a las jovencitas. Todavía hay cosas en mi vida que debo sanar, pero cuando miro hacia atrás y veo lo que fui, pienso en lo sorprendente que es el ser humano para rectificar y levantarse”.

Mónica Zalaquett
Directora Ejecutiva del CEPREV

(La autora recoge testimonios de personas atendidas por el Ceprev que desean compartir sus experiencias de cambio.)

Publicado en la sección de Opinión del Nuevo Diario, Nicaragua el domingo 31 de abril de 2015.
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Ese odio hacia mi padre lo descargaba en las calles

18/5/2015

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Me llamo Armando y tengo 19 años. Cuando era niño mi padre era un hombre rígido y nos pegaba a mí y a mis dos hermanos con lo que encontraba: garrotes, alambres o con los puños. En esos momentos sentía furia porque no me podía defender. A mi mamá también la golpeaba y la maltrataba psicológicamente y había momentos en que trataba de defenderla, pero también me golpeaba a mí.

Cuando cumplí los doce años me metí en una pandilla de mi barrio. Empecé a consumir drogas, a robar carteras, celulares, cadenas, pulseras, todo lo que hallábamos. La gente del barrio nos compraba lo que robábamos y yo guardaba ese dinero para ir al colegio y para consumir drogas.Mis padres no me aconsejaban sino que me golpeaban por andar en las pandillas pero eso me ponía peor, me salía a las calles y seguía en lo mismo.

A los 15 años, los “traidos” me agarraron en un enfrentamiento y me apuñalearon. Cuando salí del hospital fui por el desquite y le hice lo mismo al chavalo que me había herido. A pesar de eso yo seguía sintiendo odio por él y quizás lo hubiera matado de no ser porque entré al CEPREV por medio de un amigo del barrio que me invitó a un taller. La primera vez que fui a una capacitación sentí que le importaba a alguien y me di cuenta que el odio y el resentimiento que yo tenía hacia mis padres lo descargaba en las calles contra otros chavalos.

A veces de tanto odio que andaba me metía solo en los barrios donde tenía problemas para buscar pleitos. Yo necesitaba los enfrentamientos como un desahogo, pero luego no me sentía mejor sino que buscaba cómo drogarme para no pensar en los problemas.

En el taller del CEPREV aprendí que mi padre era bien machista como muchos hombres, y que el machismo lo ciega a uno y lo lleva a hacer lo peor. Mi papá cuando llegaba a la casa quería tener la comida ya servida y si no era así, golpeaba a mi mamá porque la veía como un objeto de su propiedad, no como su esposa. Al llegar a mi casa después del taller, me decidí a hablarle y le dije “quiero hablar con vos”, él me preguntó “¿de qué?” y entonces le dije que cambiara su actitud, que se quitara ese pensamiento de machismo y le comenté de la charla que habíamos recibido. Le dije que me había dado cuenta de que esas actitudes de él también las tenía yo y que ambos cometíamos los mismos errores. Él se quedó sorprendido y callado. Por primera vez en la vida estábamos platicando tranquilos y él me escuchó.

Después de esa plática cambió la vida de los dos. El ahora no es machista, ya no nos pega, a mi mamá la ve como su esposa y hasta la trata de “amor”. Ahora cada vez que se presenta un problema en la familia, ya no lo resuelve a los gritos y a los golpes, sino que habla con nosotros y nos apoya. Él nos contó  a todos que en su juventud nunca tuvo lo que era una chibola para jugar, y que mi abuelo siempre lo maltrataba. Por eso él se descargaba con sus hijos, pero había recapacitado y ya no quería hacernos a nosotros lo que le hacía mi abuelo a él.

También hablé con mi mamá y ella ahora tampoco nos pega. Yo la miro más atenta y cariñosa, está como aliviada de que mi padre ya no es violento. Ella le decía a mis tíos que le daba gracias a Dios por el cambio mío y de mi padre, y porque ahora yo estudio con una beca del CEPREV la carrera de reparación de motos.  

Yo me alejé definitivamente de las pandillas y ya no consumo drogas. Todavía no termino mi carrera, pero estoy buscando trabajo porque me gustaría apoyar a mis padres. Siento que los he perdonado, en especial a él. Para mí eso ha sido importante, porque ya no siento ese miedo y ese odio hacia él que me impulsaba a hacer cosas malas. Ahora le tengo cariño y respeto, y a veces le digo “viejo, te quiero mucho”. Él se pone a reír y me dice que se alegra de que ya las cosas no sean como antes.

Mónica Zalaquett
Directora Ejecutiva del CEPREV

(La autora recoge testimonios de personas atendidas por el Ceprev que desean compartir sus experiencias de cambio.)

Publicado en la sección de Opinión del Nuevo Diario, Nicaragua el domingo 17 de mayo de 2015.
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“Me sentí inferior a todo el mundo por ser hija de una violación”

4/5/2015

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“Me llamo Carla Vanessa y tengo 43 años. Es duro para mí hablar de todo esto, pero pienso que le puede ayudar a otras personas. Yo crecí con mi abuelita y el marido de ella porque mi madre era doméstica y llegaba una vez al mes a visitarnos a Rivas para llevarnos dinero, ropa y víveres.

Una vez me atreví a preguntarle a mi abuelita quién era mi papá y su marido sacó una pistola y me dijo “si seguís preguntando te meto un balazo”. En otra ocasión me siguió con un puñal porque iba con mis compañeros de colegio a una velada y él no quería que fuera. Por miedo nunca más pregunté sobre mi papá y crecí con esa falta de cariño de padre. Quizás por eso, me enamoré de un hombre a los 17, me fui con él y tuvimos dos hijos, una niña y un varón.

En esa época, como ya vivía independiente, me atreví a preguntarle de nuevo a mi madre sobre mi papá y ella me confesó que su padrastro la violaba desde que tenía cinco años, que se la llevaba al río, le ponía una pistola en la cabeza y le decía que si contaba algo las iba a matar a ella y a mi abuelita de un balazo. Y ella por miedo nunca dijo nada hasta que salió embarazada y mi abuela comprendió la verdad porque no conocían a nadie y él las dejaba enllavadas cuando salía trabajar al campo.

Para mí saber eso fue como morir en vida, y en ese momento entendí por qué mi abuelo se ponía tan furioso y me amenazaba cuando yo preguntaba. También entendí por qué mi mamá siempre llegaba a la casa cuando él andaba trabajando  y no se relacionaba con él. Yo sentí odio hacia ese hombre y a la vez me sentí inferior a todo el mundo por ser hija de una violación. Eso me bajó mi autoestima demasiado pero él ya había muerto para reclamarle.

Yo guardé mucho tiempo el secreto, pero a los 17 años de estar con mi pareja decidí contarle la verdad, esperando que me apoyara, que me hiciera sentir que yo valía como persona a pesar de haber nacido de una violación, pero no fue así porque él se lo contó a toda mi familia avergonzando a mi madre, y a los dos años me abandonó y desapareció hasta el día de hoy.

Su abandono nos afectó mucho a mí y a mis hijos, sicológica y económicamente, porque mi esposo no me dejaba trabajar ni estudiar y yo dependía completamente de él. Todavía es la fecha y mi hija quisiera saber de su padre porque unos dicen que vive en Panamá y otros que se casó y vive con su nueva familia en Honduras.

Por ese tiempo, comencé a asistir a los talleres del Ceprev y allí me ayudaron bastante. Yo sentía como que no existía y no me podía desahogar con nadie. Pero cuanto conté todo sentí que me liberaba de un gran peso y  que todo el grupo me apoyaba. Aprendí que tenía valor como persona, que no era mi culpa haber nacido de esa forma y que mi marido me había tenido estancada con su machismo y egoísmo.

Me di cuenta que estar sola era una oportunidad y comencé a trabajar como empacadora en una tienda de cosméticos y a estudiar la carrera de derecho. Gracias a Dios me fue bien y terminé la carrera en el 2012. Ahora me estoy uniendo con un primo y un sobrino abogados para hacer una oficina juntos.

En todos estos años mi madre siempre me apoyó. Me siento agradecida porque  nunca me rechazó por haber nacido de una violación y nunca me maltrató ni sicológica ni físicamente. Más bien me ayudó económicamente cuando estudié mi carrera y con el cuidado de mis hijos. Ella es una heroína y cuando se celebra el día de la madre no tengo palabras qué decirle ni hallo nada que sea equivalente a todo el amor que ella nos dio.

Ahora comprendo que el machismo y la violencia se van pasando a los hijos y nietos en una cadena. El trato de antes a las mujeres era sólo golpes y ofensas como el caso de mi abuela y mi madre que fueron esclavas de un hombre violento. Yo también sufrí la violencia de mi pareja que me tiraba la comida en la cara. Yo creo que con violencia no se puede vivir, que necesitamos el amor, el diálogo y el respeto.

También creo que hay que parar los abusos y las violaciones y no quedarse callados, porque siempre habrá alguien que pueda ayudarnos emocional y sicológicamente. Mi abuela siguió viviendo con el hombre que había violado a su hija por miedo a que las mataran y yo creo que nadie debería vivir una situación así en ninguna parte.”

Mónica Zalaquett
Directora Ejecutiva del CEPREV

(La autora recoge testimonios de personas atendidas por el Ceprev que desean compartir sus experiencias de cambio.)

Publicado en la sección de Opinión del Nuevo Diario, Nicaragua el domingo 3 de mayo de 2015.
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