Mantente en contacto
Centro de Prevención de la Violencia
CEPREV
  • INICIO
  • QUIENES SOMOS
  • QUE HACEMOS
    • COLABORA
    • Convocatoria
  • PROYECTOS
  • CAMPAÑA
    • Exposición: "Soy hombre y no quiero armas."
    • Exposición: "Managua, luces y sombras tras el balón."
  • PUBLICACIONES
    • Articulos de Monica Zalaquett
  • BLOG

“Soy diferente de mi padre, que destruyó a su familia”

25/1/2016

0 Comments

 
“Me llamo Antonio y tengo 25 años. Mi padre abandonó a mi madre cuando yo tenía dos años y regresó cuando tenía cuatro. Mi madre quedó embarazada de mi hermana y él se fue de nuevo y lo volví a ver hasta que yo tenía 22 años, pero fue mejor así porque consumía drogas y alcohol y golpeaba a mi madre delante de todos mis hermanos.
Mi madre trabajaba de doméstica y nosotros quedábamos a cargo de los hermanos mayores. Cuando nos quedábamos solos nos íbamos a la calle y por esa situación desde los 12 años me integré a una pandilla de chavalos y me dediqué a beber con ellos, a consumir marihuana y a buscar pleitos. Mi madre me llegaba a traer de las esquinas y yo no le hacía caso ni me importaba lo que me dijera.
Cuando tenía trece años llegó el Ceprev a mi barrio y las sicólogas comenzaron a darnos charlas y a invitarnos a los talleres, pero yo solo pensaba en mi vagancia y tampoco les hacía caso. Ellas insistieron y a medida que fui creciendo, me empezó a dar pena estar de vago en las esquinas.  Entonces comencé a ir más seguido a los talleres y ya lo que decían me quedaba en la mente y empecé a recapacitar y a llevarme bien con los familiares y los vecinos.
Pero más adelante, hubo un pleito en mi barrio que dejó a tres jóvenes baleados, y a raíz de eso me arrestaron y estuve seis meses en la Modelo, aunque yo ya había cambiado y no tuve que ver con los disparos. Me sentía mal y le decía a la Policía “¿Por qué me llevan detenido ahora que no ando en vagancias?”. Estando preso tuve un dolor grande porque falleció mi madre y no pude asistir a su vela ni a su entierro. Me puse descontrolado por la desesperación y me tuvieron que dar un calmante. Me sentía muy culpable, porque a raíz de que me detuvieron mi madre empezó a enfermarse, no quería comer y creo que el sufrimiento terminó matándola.
Salí de la cárcel pronto porque nadie se presentó a acusarme en el juicio, y decidí alejarme de mis amigos que seguían en las pandillas, porque no tenía a mi madre ni a nadie que me apoyara. En el Ceprev me siguieron atendiendo las sicólogas y eso me ayudó a dejar el alcohol y las drogas. Estuve asistiendo a una iglesia y allí conocí a una muchacha que ahora es mi pareja, y con la que tengo una niña de dos años y unos gemelitos de 20 días.
Hace tres años me encontré a mi padre. Yo trabajaba en una empresa como ayudante de camión y cuando iba a tomar el bus en la parada, pregunté por él a un señor que lo conocía y me llevó a un tramo que él tenía en el Oriental como fontanero. Yo lo saludé y él se sorprendió porque al inicio no me reconoció. Me dijo que me había olvidado de él y yo le respondí “el que se olvidó fue usted”. Después empezamos a vernos cada quince días y platicábamos de todo, pero en una ocasión quiso culpar a mi madre por no habernos puesto su apellido y entonces preferí no seguir visitándolo.
Ahora yo entiendo que el machismo destruye la vida de los hombres, como le pasó a mi padre que destruyó a su familia y de viejo se ha quedado solo. No pienso seguir ese ejemplo, porque vi cuánto sufrió mi madre cuando tuvo que apartarse de él por su seguridad. No quiero que mis hijos me rechacen cuando crezcan sino que quiero estar siempre a la par de ellos. Por eso soy diferente de mi padre con mi familia, soy responsable y cariñoso, no consumo alcohol ni maltrato a mi compañera, ni pienso dejar nunca a mis hijos tirados.
En los últimos años me he dedicado a trabajar para mantener a mi familia. Y aunque tengo el récord manchado, consigo distintos rumbos como reparación de aires acondicionados y refrigeradoras, mecánico de motos y lo que vaya saliendo. En el Ceprev me dieron una beca para aprender a conducir y más adelante pienso pagar un abogado para limpiar mi récord y encontrar un trabajo fijo”.
*La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.
0 Comments

“Aprendí que ser tranquilo no es cobardía”

18/1/2016

0 Comments

 
“Me llamo Alexander y tengo 21 años. Mi infancia no fue tan bonita. A los 2 años mi madre me dejó con mi padre, pero como él consumía bastante licor y no nos podía mantener el Ministerio de la Familia nos ingresó a mí y a mis cuatro hermanos a un centro reformatorio en la Isla de Ometepe.

Hasta la fecha no he vuelto a ver a mi madre y  mis hermanos y yo no sabemos nada de ella. Nunca supe las razones por las que nos abandonó, pero a pesar de todo la he perdonado y le doy gracias por haberme dado la vida. Sé que algún día el Señor me la va a poner de frente y le daré las gracias también por ese día.

Con mis hermanos pasamos doce años en el reformatorio. Allí nos trataron bien y nunca nos hizo falta nada, no sufrimos maltratos ni abusos. Recuerdo especialmente a un joven que nos cuidaba, porque era muy buena persona, nos trató superbien, nos sacaba a pasear, estudiaba con nosotros, nos llevaba a la clínica cuando nos enfermábamos. Un día antes de salir y venirme a Managua platiqué con él, le dije que una persona como él era difícil encontrar y le agradecí por todo lo que había hecho por nosotros en tantos años que nos cuidó.

Ahora viene lo más pesado que me ocurrió en la vida. Yo tenía 14 años y en Managua nos encontramos con mi padre, él nos pidió disculpas a todos y lo perdonamos, pero yo preferí irme a vivir donde unos tíos que siempre me apoyaron y que tenían bastantes comodidades. A pesar de que con ellos estaba bien, al  año me metí en una pandilla del barrio y empecé a consumir piedra, marihuana y licor. Me dediqué a asaltar a la gente que pasaba para seguir con mis vicios y aunque nunca herí a nadie, les causé traumas a varias personas. 

A raíz de eso caí preso como unas diez veces, una de ellas en La Modelo, pero salí cuatro meses después porque mis tíos y mi padre me apoyaron con un abogado. En esos momentos fue cuando dos sicólogas del Ceprev, que trabajaban en mi barrio, me invitaron a un taller y acepté participar. Para mí eso significó mucho, porque aprendí a controlar mi carácter violento y a perdonar, porque yo de palabra le había dicho a mi padre que lo perdonaba, pero en mi corazón sentía mucho rencor hacia él.

Lo más importante de todo es que aprendí a dejar de ser cruel conmigo mismo, porque a eso nos lleva el machismo. Yo antes creía que ser hombre era faltarle el respeto a los demás, sentirme más que los otros jóvenes, ofender a las mujeres en las calles y no sentir dignidad  por uno mismo. Yo aprendí eso de los otros chavalos en mi barrio y quería ser más “tuani” y poderoso que ellos, pero eso fue lo que me llevó a la cárcel.

A veces me dicen en el barrio “¡Uh, solo mate sos vos!”, “¡de qué te las tirás!” y cosas así, pero  eso ahora no me hace ningún daño. Antes hubiera reaccionado a trompones y patadas, pero en la actualidad no les doy importancia porque tengo una autoestima bien grande. Aprendí que el ser tranquilo no es cobardía sino una cualidad para ser mejor cada día, e invito a todos los jóvenes a que piensen bien las cosas antes de hacerlas, porque cuando nos precipitamos podemos terminar muertos o en la cárcel.

Desde que recibí el primer taller del Ceprev dejé de andar en la pandilla y de consumir drogas y licor. Fue un cambio bastante grande en mi vida, en realidad me cambió el mundo entero. Después dieron una beca para un curso de manejo, conseguí un trabajo como técnico dental y acabo de aprobar mi tercer año de secundaria. Antes en el barrio me miraban como ladrón, se me corrían y yo me sentía como un cero a la izquierda, pero ahora que no dependo de lo robado sino de lo que me gano con mi sudor, siento que tengo dignidad otra vez.

Desde hace un año tengo novia y pienso en grande con ella, quiero formar una familia, tener hijos y darles una educación con amor y cariño, para que no sufran lo que yo pasé en mi infancia. Es cierto que me cuidaron bien en el centro de Ometepe y estoy muy agradecido por ello, pero no tuve el calor de madre y padre y eso no lo puede compensar nada en la vida. 
​
*La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.
0 Comments

“Creo que la violencia se debe a la ignorancia”

18/1/2016

0 Comments

 
“Me llamo Graciela y tengo 26 años. Cuando tenía 5 años mi papá murió de cirrosis porque tomaba mucho y usaba drogas. Era un hombre violento que le pegaba casi a diario a mi madre y lo peor de todo es que también la violaba delante de los cinco hijos. Nosotros nos quedábamos paralizados y aunque ella gritaba, mi abuela no la defendía sino que más bien le metía cuentos a mi papá para que la golpeara.
Yo no podía entender por qué hacía eso, porque a  nosotros mi padre nunca nos golpeó, sino que más bien nos chineaba, nos llevaba al parque y nos cuidaba bastante. Yo lo quería mucho y por eso sufrí bastante cuando él murió y cuando mi madre perdió su pierna izquierda un mes después en un accidente de bus. Con todo lo que le había ocurrido ella ya no quería vivir, pero mis tíos la convencieron de seguir adelante porque tenía cinco hijos a su cuidado.
Un tiempo después, mi madre se juntó con un hombre que también era discapacitado y los primeros años todo estuvo bien, pero cuando fui creciendo pasé un año de terror cuando él se levantaba a tocarme y amenazarme con matar a mi mamá si decía algo. Un día en que él no estaba le dije a mi mamá lo que hacía y ella le reclamó, pero él me acusó de mentirosa y mi madre no hizo nada. Al día siguiente me levanté temprano, agarré un bolsito con una “mudada” y me fui donde mi abuela. Tenía 11 años y me quedé con ella hasta los 14, cuando conocí a mi actual pareja y me fui a vivir con él.
Ahora llevo un mes de casada y once años de acompañada con el mismo hombre. Tenemos una niña de 10 años y estoy esperando un bebé que nacerá en estos días. Al inicio, mi esposo tomaba día por medio y era muy violento, me gritaba, me golpeaba y me corría de la casa, pero hace unos cinco años comenzó a asistir a los talleres del Ceprev y cambió completamente, superó su alcoholismo, dejó de golpearme, gritarme y amenazarme y más bien se volvió atento conmigo, me ayudaba en la casa a cocinar, a lampacear, nos daba amor y platicaba conmigo y la niña de lo que había aprendido con esa organización.
Un día me invitó a participar porque yo lloraba mucho al recordar que mi madre no me había creído. Asistí a varios talleres y pude comprender que mi madre había preferido a mi padrastro por todo lo que ella misma había pasado. Entonces pudimos platicar y ella me pidió perdón. Ahora estamos muy relacionadas, pegadas diría yo, porque está pendiente de mí y de mi embarazo, a pesar de que es una mujer discapacitada.
También pude perdonar a mi padre, porque aunque lo quería bastante me pesaban mucho los recuerdos feos de los abusos a mi madre. Comprendí que él había aprendido ese machismo de mi abuelo, que le hacía a su madre lo mismo que él le hacía a la mía. En el Ceprev también me enseñaron a tratar a los hijos con amor si queremos tener una familia unida y sin violencia.
Ahora mi pareja es promotor del Ceprev, él ayuda a otras personas dándoles charlas y educándolas en estos temas en nuestra propia casa. Por ejemplo, apoyó a una pareja que se había separado por las infidelidades del marido. La joven se quiso suicidar, pero él le ayudó a reflexionar y a mejorar su autoestima. Cuando ella volvió con su marido, él también asistió a las capacitaciones y ahora vemos que ya no es violento y que está unido con su esposa y sus hijos.
Creo que muchas veces la violencia se debe a la ignorancia de la gente, a que repetimos lo que hemos visto desde chiquitos hacer a nuestros padres sin comprender los errores que ellos cometieron, pero cuando vemos cómo son las cosas y tenemos la oportunidad de reflexionar,  cambiamos.
Por todo eso me siento bien ahora que hay amor y paz en nuestra casa. Mi varoncito va a nacer y pienso aplicar todo lo que aprendí en su educación, voy a platicar con él de los peligros que hay, le voy a enseñar a amar y respetar a las mujeres y jamás le voy a inculcar el ser violento o jugar con un arma. No quiero que sea otra víctima del machismo y que vaya a sufrir lo que tantos jóvenes que se drogan y se enfrentan en las calles”.
*La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.
0 Comments

“Me veía a mí mismo como un fantasma”

3/12/2015

0 Comments

 
“Me llamo David y tengo 24 años. Mis padres se separaron cuando yo tenía seis años. Mi papá se fue a Costa Rica a trabajar y fundó otra familia allá. Después de dos años me mandó a traer y me fui a vivir con él, pero a mí no me preguntaron y yo no quería alejarme de mi mamá. Desde que me fui lloraba todos los días, me hacía falta el amor de mi madre y no me llevaba bien con mi madrastra. Fueron muy duros los once años que viví allá hasta que volví a Nicaragua.
En ese tiempo sufrí mucha violencia de mi padre, de mi madrastra y mis hermanastros. Él me golpeaba con faja, con coyunda, me decía que se arrepentía de haberme llevado y que yo no valía nada. Mi madrastra me ponía solo a mí a hacer los oficios de la casa, y mis hermanastros me discriminaban por no ser tico, me decían que era un “nica regalado” y que me fuera.
Esos años me marcaron, porque aunque tuve buenos momentos, me dediqué más que todo a andar en las calles, a escapar de esa familia que me rechazaba. Me metí en una pandilla que se enfrentaba con otras casi a diario. Usábamos pistolas 38, 9 milímetros, escopetas, cuchillos y machetes. En esos pleitos murieron dos amigos míos que eran nicas como yo, y los consideraba como mi familia.
Cuando me dieron la noticia de que iba a volver a Nicaragua me apacigüé. Cuando regresé tenía 17 años y me quedé tranquilo un tiempo, estudiando y trabajando, pero al ver que mi madre era indiferente conmigo y no me mostraba el cariño que necesita un hijo, me metí de nuevo en los grupos violentos que había en el barrio.
Aquí peleábamos con hechizas, pistolas 38 y 22, y con escopetas. En mi pandilla hubo un muerto y como 20 heridos. Yo era muy violento, me gustaba disparar porque sentía como una liberación de esos sentimientos malos ahí guardados, no me importaban ni las otras personas ni mi propia vida. Pensaba más bien que si me mataban no le iba a importar a nadie.
En el 2012 llegaron las sicólogas del Ceprev al barrio y me invitaron a un taller. Ahí empezó un cambio radical en mi vida con lo que aprendí en  los videos, las láminas de los manuales y las cosas que nos decían las sicólogas. Lo que más me llegó fue esa lámina de la olla de presión, porque me di cuenta que yo era esa olla a punto de explotar de toda la rabia y sentimientos malos que andaba adentro.
Yo le contaba mis problemas a una de las sicólogas, lo que me sucedía y cómo me sentía. Hablar de mis problemas con ella era como quitarle presión a la ollita, me sentía desahogado. Así fue que comenzó mi cambio. Luego participé en varios proyectos, aprendí a expresarme ante la gente, a exponer mi caso delante de otros jóvenes, pero lo más importante es que aprendí a valorarme a mí mismo.
Antes pensaba que no tenía valor como persona, me veía mí mismo como un fantasma, como alguien invisible. Ahora siento que valgo mucho, la sicóloga me enseñó a darme cuenta que soy un joven solidario, que puedo pintar y hacer lo que me proponga. He visto que esa cultura machista miente cuando dicen que los hombres no podemos expresarnos, porque sí  podemos. Yo ahora hablo de cómo me siento con mi sicóloga, pero también con amigos, amigas y primos.
Eso ha significado mucho para mí porque al comunicar mis sentimientos me desahogo un poco, pero también me acerca a las personas, hace que me entiendan más fácilmente y siento que puedo resolver los problemas hablando, no  como nos han enseñado de que por ser hombres tenemos que arreglarnos a golpes.
He perdido el miedo a lo que digan de mi cambio. No me importa que me digan “peluche”, “cochón”, “niña” o lo que sea, porque si me siento bien conmigo mismo, lo demás no me interesa. Más bien ahora tengo más amistades que antes, mi familia me dice que siga así, mis amigos me felicitan y me apoyan y yo también apoyo a otros jóvenes y les doy consejos.
Siempre les hablo a los muchachos de mi barrio de la importancia de dejar las drogas, tener una meta en la vida y pedir apoyo a una sicóloga cuando uno lo necesita. En un momento me dieron la oportunidad de ser escuchado y yo ahora escucho a mi mamá, a mi padrastro a los chavalos de mi barrio. Antes sentía que nadie me escuchaba, ahora siento que me dan valor como persona y eso me da motivación para seguir adelante”.
*La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.
0 Comments

“Deje de robar y de vender drogas”

16/11/2015

0 Comments

 
Me llamo Elías y tengo 18 años. Yo crecí solamente con mi mamá en Chinandega, porque mi padre murió de un derrame cerebral cuando yo tenía tres años. Mi mamá tenía como 18 años cuando lo conoció y él tenía 69. Por eso no vivió mucho para verme crecer.

Mi madre nunca tuvo el apoyo de mi abuela, se fue de su casa desde los quince años porque la maltrataban y le decían “negra” con desprecio, porque era la única morena de todos los hijos. Había mucho racismo en mi abuela, quien hasta la fecha odia a las personas de piel oscura y por eso despreciaba a su propia hija.

Mi madre se fue a vivir donde una tía y allí conoció a mi padre, quien a pesar de su edad tenía buen porte. Ellos se casaron y a los dos años, él le compró una casa. Una vez mi abuela llegó de visita y se asustó al descubrir que mi papá también era el padre de su pareja, un hombre como diez años más joven que ella. Al comienzo, en la familia hubo un pleito por eso, pero luego se arreglaron las cosas.

Hace ocho años nos mudamos con mi madre a Managua. A raíz de la muerte de mi padre ella estuvo varios años con tratamiento sicológico en Chinandega, porque no quería seguir viviendo. Gritaba, pasaba días y hasta semanas sin dormir. Ella nunca había conocido a su padre y en cierta forma mi papá fue alguien que se portó como un padre con ella, la protegió y le dio el amor que nunca tuvo.

Yo a él no lo recuerdo, solo tengo una imagen que no se me borra y es de una vez en que yo estaba masticando un chicle que mi madre me había dado y tuve que tragármelo para que no se diera cuenta y se enojara con ella, porque él me cuidaba y se preocupaba mucho por mí. Mi madre nunca se volvió a casar, porque decía que no iba a hallar nunca más a un hombre como mi padre.

Ella ha sido muy buena madre conmigo, perfecta diría yo. Nunca me maltrató ni escuché una grosería de su boca. Pero yo no he sabido corresponder a lo que ella me ha dado, ya que desde los quince años empecé a vender drogas en colegios y en las esquinas del barrio. Yo tenía armas y se las prestaba a mis amigos para que salieran a robar o armar pleitos. Pero a pesar de eso, era sociable con todos los del barrio y nunca participé en esos pleitos.

Fueron mis amigos quienes me contactaron con los que vendían la droga. Una vez me dijeron: “Tenemos una banda que roba motos y las vende en piezas” y me preguntaron si quería participar. Luego me llamaron y en cuatro ocasiones participé en los robos, pero mi madre todavía no se da cuenta. Es a la vez y ella cree que soy un santo.
La primera vez que llegó el Ceprev a mi barrio, yo estaba en una cancha con mis amigos y nos pusimos chiva. Pero me gustó que las sicólogas se nos acercaron con mucha confianza, a pesar de que andaban celulares y se los podíamos robar. Nos invitaron a un taller y aceptamos más que todo por vagancia, por salir del barrio y porque queríamos que nos dieran una buena comida.

Yo aprendí muchas cosas con esa organización. Aprendí del machismo que yo tenía, porque me creía intocable y para mí lo importante era la Ley del Talión, y si alguien me hacía algo yo se lo devolvía doble o triple. Luego nos dieron seguimiento y con el tiempo se fueron borrando en mí esas actitudes malas. Dejé de robar y de vender drogas, dejé de ser machista y me volví más sociable. El barrio se volvió más tranquilo, me reconcilié con un amigo que había macheteado y quedamos como siempre. Esas muchachas del Ceprev hacen más que su trabajo, no solo son sicólogas, sino también una mano amiga.

Yo conseguí trabajo por un año y ahora estoy buscando otro porque no se me ocurre volver a las drogas. Antes caminaba enrabiado, con el pecho horrible, como caliente; ahora camino normal, sereno, me río bastante, me alegro y salgo a pasear con amigos. Antes no salía a ninguna parte porque me podían matar.

Ahora más bien estoy congregándome en una Iglesia, tengo una novia, pienso casarme con ella, pero antes quiero tener un trabajo bueno y como terminé el quinto año de secundaria quiero estudiar Derecho en la universidad, porque yo caí varias veces preso y por eso valoro la importancia de apoyar a las personas que, al igual que yo, no tienen recursos para defenderse.
​
*Directora del Ceprev. La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.
0 Comments

“Pensé que iba a ser un criminal como mi padre”

16/11/2015

0 Comments

 
“Me llamo Scott y tengo 18 años. Cuando era chiquito mi padre peleaba todos los días con mi madre, la aventaba y le gritaba. A pesar de que yo tenía 9 años y mi hermano ocho nos metíamos a defenderla y entonces a él le daba pena y se detenía. Él muchas veces llegaba bolo y cuando yo le preguntaba por qué le pegaba, se ponía a llorar, llamaba a su mamá porque estaba pequeño cuando ella se murió, y al siguiente día ya no recordaba nada.
Mi papá andaba en una pandilla, armaba pleitos con otros grupos y se agarraban a balazos. Yo miraba muchas cosas malas porque me llevaba con él a las calles, aunque sus amigos me chineaban y me subían a un palo para esconderme hasta que pasaran los pleitos. En esa época pensaba que iba a ser pandillero y a seguir los pasos de mi padre.
No me olvido de una vez que la pandilla de mi papá agarró escopetas, pistolas de 9 milímetros y una UZI y mataron a tres de la pandilla enemiga. Yo sentí pánico porque pensé que eso me iba a pasar a mí después. Fue horrible, porque luego que estaban heridos los agarraron a machetazos y los hicieron sufrir hasta que murieron.  Yo miré todo escondido detrás de un muro, pensando que mi papá era un hombre malo, un criminal. En otra ocasión estaba en un carro con unos amigos de mi papá, cuando agarraron a alguien, le cortaron los dedos y le dijeron “con nosotros nadie se mete”. Yo miré todo, aunque ellos me dijeron que cerrara los ojos y no viera nada. 
Cuando cumplí los 14 me metí con un grupo de chavalos a fumar marihuana y me decían que fuera a robar con ellos, pero me entraba miedo porque no quería caer preso. Por ese tiempo el Ceprev contactó a mi papá y yo fui viendo el cambio en él, porque después de un tiempo dejó las vagancias y se salió de  la pandilla y de todos los vicios. Empezó a trabajar como albañil y también dejó de ser violento en las calles y con mi mamá. Ahora es como calladito, pero nos cuida a nosotros y nos aconseja que nos apartemos de los problemas.
A mí me agarró el Ceprev a tiempo, porque iba camino de vivir la misma historia de mi papá. Tenía 16 años cuando la psicóloga me invitó a un taller y allí aprendí que el machismo también mata a los hombres, porque nos empuja a los vicios, a robar, a ser violentos y a perder la conciencia, como le pasó a mi papá.
Antes me insultaban los chavalos de mi barrio  y me ponía enojado, ahora no le pongo mente, porque me da igual lo que me digan y no quiero salir agredido o caer preso. Cuando llego a la casa después del trabajo no salgo a la calle, me pongo a ver televisión, a escuchar música para distraerme y después me duermo.
Mi mamá nos aconseja que no sigamos los pasos de mi papá, porque a él lo hirieron y lo mandaron varias semanas al hospital y también cayó preso varias veces en La Modelo. Ella fue la que me dijo que viniera a los talleres del Ceprev, porque eso fue lo que había hecho cambiar a mi papá.
Yo soy el hijo mayor y mi papá me dice que me parezco a él. Por eso creo que si el Ceprev no hubiera llegado al barrio yo también hubiera seguido sus malos pasos y tal vez estuviera muerto. En el barrio donde vivimos antes le robaban a la gente y si uno no andaba dinero lo golpeaban o lo mataban. Ahora  el barrio está más calmo, ya no se arman pleitos, ya no se meten a robar a las casas, no hay esa vagancia, ni las balaceras que se escuchaban antes. 
Ahora estoy trabajando con mi papá, instalando tuberías y haciendo carreteras. Me siento mejor ganando los reales de mi sudor, no me interesan los reales de otra persona que tal vez se mató trabajando para que alguien venga a robárselos. También pienso volver a estudiar los domingos para sacar mi secundaria y estudiar inglés, porque tengo un tío que me quiere mandar a traer para que me vaya a los Estados Unidos y así poder ayudar a mi familia más adelante”.
*La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.
0 Comments

“Esa infancia me marcó tanto, que me volví violento”

11/11/2015

1 Comment

 
Haz clic aquí para modificar.
1 Comment

“No estuviera en este mundo contando esta historia”

22/10/2015

0 Comments

 

“Me llamo Ernesto y tengo 23 años. Mi papá me dio su apellido, pero no vivió con nosotros porque tenía otra familia. Mi mamá echaba tortillas para mantenernos y a los cinco años me quemé la mano con las brasas donde ella cocinaba. Pasé como un mes en el hospital y recuerdo que me sentí animado cuando mi padre llegó a verme y luego empecé a visitar su casa porque me gustaba relacionarme con mis abuelos y mis tías, pero me sentía incómodo porque ellos creían que yo solo llegaba a pedir ayuda.

A los ocho años me atropelló un carro y quedé en coma un mes y medio, pero cuando me estaban operando en el quirófano tuve una visión, miraba una luz blanca y escuché una voz que me decía: ‘Ánimo, seguí viviendo porque eres especial’. A mi madre le dijeron que iba a quedar inválido y ella lloraba mucho, pero no fue así. Estuve con aparatos y en silla de ruedas y finalmente después de dos meses empecé a caminar poco a poco.

Cuando llegué a la secundaria, dejé la escuela porque necesitaba ayudar en la casa. Tuve mi primera novia y cuando ella me dejó por beber demasiado me tiré al alcohol y entré en una pandilla de mi barrio. Nunca me gustaron las drogas, pero cuando nos faltaba el guaro nos íbamos a asaltar en otros barrios para seguir bebiendo y a veces nos enfrentábamos con piedras y cuchillos contra otras pandillas.

A los 18 años me ponía en las esquinas de mi barrio a pedir dinero y fue uno de esos días cuando llegó una sicóloga del Ceprev y me invitó a participar en los talleres de esa organización. Fui con el propósito de cambiar y dejar las pandillas y fue algo bonito porque muchos jóvenes llegaban con diferentes historias que me llegaron al corazón. Aprendí a no discriminar a las personas como me discriminaban a mí, a tener una nueva identidad y a influirme a mí mismo.
Lo más importante fue entender por qué tenía muchos problemas con mi mamá y mis hermanos, por qué me valía todo y me iba a la calle. Las discusiones me afectaban y no me gustaba que me regañaran, porque eso despertaba en mi un enojo y una furia grande y me iba a beber más alcohol para relajarme. Me di cuenta que el machismo destruye al hombre, al hogar y a la familia, y aunque yo quería a mi padre, eso fue lo que le pasó a él. Mi madre me contaba que andaba con varias mujeres y eso hizo que dejara a todos sus hijos en Nicaragua y se fuera a Costa Rica.

Después volví a vivir esos talleres y seguí aprendiendo cosas que no enseñan en los colegios, como comprender por qué se vive tanta violencia en los hogares y cómo eso influye para que los jóvenes bebamos guaro y consumamos drogas. Todo eso me ayudó a dejar de llevarme mal con mis hermanos y a no faltarle el respeto a mi madre y a mi padrastro, porque él ha sido respetuoso con nosotros y no tiene vicios.

Desde hace cinco años, cuando comencé a visitar el Ceprev, dejé de andar en las pandillas y de andar robando. También dejé de tomar hasta quedar tirado en las esquinas, como me pasaba antes. Ahora trabajo en albañilería y pintura, estoy acompañado y tengo una niña de cuatro años. Siento un cariño grande hacia mi hija y quiero darle el amor que no recibí para que no pase por los problemas que yo pasé en la vida.

Pertenezco al movimiento de Jóvenes por la paz, del Ceprev y a una red centroamericana de derechos humanos. El año pasado participamos en la campaña Soy joven y no quiero armas, y organicé en mi barrio un torneo de futbol para estimular a que los jóvenes se retiren de las pandillas. También participé en una exhibición de la vida de Ana Frank que se hizo en Nicaragua, explicando a los jóvenes que llegaban a verla cómo el racismo acabó con la vida de ella en la Segunda Guerra Mundial.
​
Yo quisiera pedirle a los que leen esto que busquen en internet La Plaza, Ana Frank y nuestras voces, que ya no discriminen a los jóvenes que están viviendo como yo viví, sino que los apoyen a cambiar como me apoyaron a mí. Si yo no hubiera recibido ese apoyo, no hubiese tenido a mi hija, porque tal vez estaría preso o no estuviera en este mundo contando esta historia”.
*Directora del Ceprev. La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.
0 Comments

“Nunca supe qué cosa es la niñez”

29/9/2015

0 Comments

 
“Me llamo Elena y tengo 65 años. Me crié con mis abuelos porque mi madre nos abandonó y se fue con un hombre cuando mi hermana menor tenía ocho meses, mi hermanito tres años y yo cinco. Mi abuelo era un déspota, nos pegaba con alambre o con lo que hallaba, nos mandaba a trabajar al campo desde que yo tenía seis años y nos levantaba a las dos de la madrugada para cocinar.

Yo nunca supe qué cosa era la niñez, porque a los diez años me mandaron a trabajar como ‘hija de casa’ a Managua y tenía que hacer de todo: limpiaba, lavaba, aseaba los cuartos y solo me pagaban con comida y ropa vieja. Nunca pude ir a la escuela y fue hasta la alfabetización que aprendí a leer.

A los quince años me casé para escapar de esa vida de criada sin sueldo, pero solo duré dos años con mi marido que era un borracho y me maltrataba. Con él tuve dos hijos y diez años después me volví a casar y tuve otros dos más. Con mi segundo marido duré quince años hasta que él me dejó y se fue con otra mujer.

La tercera de mis hijas se crió con unas tías y a los otros los dejé al cuidado de una abuela, porque yo tenía que trabajar como doméstica para mantenerlos. Cuando mis hijos eran adolescentes me los traje a vivir conmigo en una casa en Managua, menos a la hija que prefirió quedarse a vivir con sus tías. Con el tiempo, ella tuvo siete hijos con diferentes hombres, de los cuales la mayor murió de lupus y la segunda se suicidó a los quince años.

Cuando mi nieta se suicidó, mi hija se mudó a la casa de una amiga, pero el hijo y el marido de esa mujer abusaron de sus tres niños de seis, cinco y tres años. Fue una vecina de ellos la que me contó y yo lloré, me sentí mal y culpable y los fui a rescatar. Puse una denuncia en las comisarías, me mandaron a medicina legal, pero ninguno de mis nietos tenía partida de nacimiento y no se pudo continuar el caso. Mi hija había regalado a uno de mis nietos y andaba ofreciendo a los otros tres.

Desde entonces me hice cargo de esos nietos que ahora son adolescentes y que desde niños acarreaban muchos problemas. Yo pensaba: me he echado encima una carga tremenda, he criado a mis hijos sola, y ahora ¿volver a empezar? Me sentía enferma e impotente al verlos que se portaban violentos en la escuela, mentían y me robaban dinero. Fue en esos años que conocí al Ceprev y empezaron a darnos atención sicológica a todos.

Ellos fueron cambiando en todos los aspectos, dejaron de robar y de mentir, ya no me contestan agresivamente y mejoraron mucho en el colegio. Ahora les dieron una beca como buenos alumnos y están felices. Tienen otra visión de la vida, la niña quiere estudiar Medicina, uno de los varones quiere ser ingeniero agrónomo y el pequeño desea ser técnico en computación.

Por mi parte, me siento más segura porque tengo el respaldo del Ceprev y sé que en cualquier momento en que vea una situación anormal en los niños me van a apoyar. También yo he tenido un cambio muy grande en mi vida. Hace un año me volví a encontrar con un viejo amor y desde diciembre estamos conviviendo juntos.

Es un buen compañero, cariñoso y atento. Es algo que nunca experimenté en mi vida de casada. Tenía como 35 años de vivir separada y por eso me decidí a terminar mis días acompañada. Él nunca tuvo hijos ni nietos. Era un vecino que tenía años de vivir solo y ahora que estamos juntos me apoya mucho con los nietos y se preocupa porque salgan adelante. Mis hijos al comienzo lo rechazaban, pero él se los ha ganado y ahora ya lo aceptan.

Toda mi vida he cargado con mis problemas, los de mis hijos y los de mis nietos. Pero lo peor de todo fue el abuso que les ocurrió a los niños, porque de tanto sufrir me enfermé de presión alta y de diabetes. Ahora quiero terminar mi vejez en paz, en armonía con toda mi familia. Antes sentía que no tenía salida y ahora veo un futuro para ellos”.

*Directora del Ceprev. La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.

0 Comments

“Somos como hijos de esa organización”

9/9/2015

0 Comments

 
Me llamo Melvin y tengo 29 años. Mi papá era un militar que abusó de mi madre cuando ella tenía doce años y la dejó embarazada de mí. Solo una vez apareció cuando yo tenía ocho años. Me llevó a conocer a su madre y me enseñó como si yo fuera un trofeo, luego ella me regaló una bolsa de caramelos y él se volvió a desaparecer.

Mi mamá se juntó con otro hombre que se drogaba, le decía obscenidades y me trataba tan mal que cuando yo tenía cinco años me orinaba en la cama del miedo que le tenía. Entonces me levantaba y ponía a secar mis pantaloncitos, pero la cama quedaba húmeda y cuando aquel hombre se daba cuenta en la mañana me hincaba una hora a pleno sol en un saco cubierto de carbón o de maíz,  o me ponía a recoger con las manos todas las hojas del patio.

A veces ese hombre me ponía un machete en el cuello y me obligaba a mirarme en el agua de un barril y me decía “ahí va a quedar tu cabeza, en el fondo de este barril”, pero a pesar de eso mi madre le tuvo tres hijos a él. Una vez llegó mi abuela y me miró arrodillado en el saco con carbón y entonces tomó la decisión de llevarme a vivir con ella, porque mi madre era una adolescente indefensa que no podía protegerme.

Me crie entonces con mi abuela y su esposo que me dio su apellido. Yo crecí con ellos y a él lo considero mi padre hasta ahora. Vivimos en una gran pobreza por varios años, comiendo solo tomates y guineos cocidos, por lo que todos pasábamos hambre. En esa casa teníamos un perro tan inteligente que cuando mi abuela le decía, “Duque no hay nada que comer”, el perro se iba a una fritanguería del barrio y regresaba con una bolsa llena de chicharrón o patas de chancho que robaba para nosotros. Cuando lo recuerdo me da mucha tristeza, porque se las arreglaba para darnos  de comer cuando más lo necesitábamos.

Cuando yo tenía diez años empecé a trabajar con mi abuela echando tortillas y vendiéndolas en los barrios cercanos. Así pasé trabajando hasta los  trece años, cuando los chavalos que andaban en las pandillas me amenazaban con golpearme y quitarme los reales de la venta, por lo que mi hermano me llevó a trabajar en  la construcción.  A los quince ya empecé a juntarme con un grupo de mi barrio y nos dedicábamos a pelearnos a pedradas, morterazos o a golpes con otras pandillas. Comenzamos a fabricar armas hechizas y en los siguientes tres años murieron siete chavalos de mi grupo, todos ellos por ese tipo de armas artesanales que son más peligrosas de lo que la gente cree.

En esa época comenzó a llegar el Ceprev a mi barrio. Al inicio ignorábamos a las sicólogas, pensábamos en robarles, en tocarlas, pero cuando vimos que regresaban en plan serio, comenzamos a respetarlas y a creerles un poco más. Luego cuando fuimos a los talleres vimos  que eran un grupo alegre y cariñoso con nosotros, mientras la población nos miraba con rechazo.

Entonces sentimos que mientras la gente nos ignoraba ahí en el Ceprev nos escuchaban, nos atendían bien, nos enseñaban sobre la autoestima, y a mí se me pegó ese tema porque nos explicaban que era como si fuéramos un vaso medio vacío, y cuando ya salí del taller sentí que ese vaso estaba más lleno, que me sentía más querido, más amado, más protegido y más alegre. Por eso me daban deseos de regresar, de vivir otro taller, y después volví como tres veces más y luego hubo muchos cambios en mi vida.

Ahora tengo mi propio trabajo, soy constructor, tengo esposa y un hijo. Hace diez años me alejé de la violencia y de las drogas. Aconsejo a la juventud de mi barrio para que se aleje de los problemas. Me siento “tuani”, salgo adonde quiera, a sectores a los que antes no entraba. La gente me platica, me quiere, me respeta y me valora. Incluso se asombran del cambio entre el huelepega que fui y la persona respetuosa que soy.

El Ceprev me enseñó a evitar problemas, a salirme de las pandillas, a aceptar la terapia sicológica. Yo le agradezco primeramente a Dios que me dio fuerzas para salir de las pandillas, a mi abuela porque ella oraba para que yo saliera de eso y al Ceprev porque nunca se olvidó de nosotros, en todo tiempo y en todo lugar. Nosotros somos como hijos de esa organización, pero también nos sentimos parte de ella.

*La autora recoge testimonios de personas que desean compartir sus experiencias de cambio.

0 Comments
<<Previous

    Archivos

    January 2016
    December 2015
    November 2015
    October 2015
    September 2015
    August 2015
    July 2015
    June 2015
    May 2015
    April 2015
    March 2015
    February 2015
    January 2015
    December 2014
    November 2014
    October 2014
    September 2014
    August 2014
    July 2014
    June 2014
    May 2014
    April 2014
    March 2014
    November 2013

    Categorias

    All
    Agenda Comun
    Compartir Experiencia
    Desayuno Trabajo
    El Cambio Empieza Por Mi
    Pronunciamiento

    RSS Feed

Powered by Create your own unique website with customizable templates.